Günter volvía a casa después de terminar su jornada laboral. Como siempre con las manos en los bolsillos. Dentro de su bolsillo derecho se encontraban esos billetes. El jornal que todos los días le entregaba su patrón. Siempre apretaba con fuerza los billetes en el interior del bolsillo. Por una parte, se sentía orgulloso del dinero que ganaba para él y su familia. Por otra, se sentía impotente de lo escaso de ese dinero para las necesidades que se les presentaban.

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En ese camino a casa, Günter recordaba a algunos de sus amigos, especialmente a Matthias. Matthias falleció hace seis meses víctima de una fiebre tifoidea. Trabajaban en la misma fábrica. La esposa de Günter solía ayudar con comida a la familia de Matthias. Desde que él murió no entraba ningún ingreso en esa casa. Su viuda intentaba buscar trabajo pero sus esfuerzos estaban siendo inútiles. Nadie quería a una mujer para trabajar en los años 80 del siglo XIX.

Al pasar por la puerta de la iglesia vio a la hija pequeña de su amigo Michael. La niña estaba allí mendigando. Desde que Michael se rompió la tibia y el peroné hacía un mes dejaron de percibir ningún salario. La niña le saludó sonriente. Günter le dio una moneda y le preguntó por su padre. Estaba mejor. Pero, ¿qué pasaría cuando estuviese totalmente recuperado? Su patrón le despidió después del accidente. Podría pedir a su patrón que volviese a admitirle y si este no lo hacía, buscar empleo de nuevo. Y las cosas no estaban fáciles en Berlín.

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Günter trabajaba en una industria metalúrgica en el extrarradio de Berlín. Llegaba a las 7 de la mañana y se marchaba a las 8 de la tarde. De lunes a domingo. Aquel día, a la hora del bocadillo, escasos 10 minutos, su compañero Rudolph le cogió del brazo.

– Mira Günter, estamos planeando manifestarnos públicamente. Esto no hay cuerpo que lo resista.

–         ¿De qué me hablas?

–         Te hablo de plantarnos delante de la cancillería a denunciar nuestra situación.

–         Pero… si después de salir de aquí no tengo ni fuerzas para saludar cuando llego a casa… como para ponerme a dar gritos delante del canciller.

–         Bien, haz lo que quieras, pero cuantos más seamos mejor. Lo que estamos viviendo es inhumano y deberías darte cuenta. Trabajamos más de doce horas todos los días, el patrón nos trata como si fuéramos ratas inmundas, nos da un salario de risa, si nos ponemos enfermos nos da la patada y a otra cosa. Más te voy a decir. En esta fábrica ha habido accidentes, incluso muertes en las horas de trabajo. ¿Cómo es posible que todas esas cosas le den igual al tío este? ¡Si no tenemos más medidas de seguridad, la culpa es suya! Pero él siempre queda impune. Si nos pasa algo la culpa es siempre nuestra. Esto no puede quedar así. Ya estamos hablando unos cuantos para preparar carteles y plantarnos delante del canciller. También vendrá gente de otras fábricas. He hablado con algunos y están dispuestos.

–         Está bien… lo pensaré.

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Al cabo de una semana, Gunter volvió a su casa y le dijo a Ulrike, su esposa, muy serio:

–         A partir de mañana llegaré más tarde a casa.

Ella casi no le dejó terminar:

–         ¿¿¿Mas tarde todavía?? ¡Si no te vemos!

Gunter prosiguió:

–         Esto es muy importante, Ulrike, de verdad. Vamos a ir todos los obreros de las fábricas de Berlín. Vamos a ir a protestar delante del canciller. ¿Te das cuenta cómo estamos? Yo me mato a trabajar y aún así vivimos en la miseria. Los dueños no nos pagan más porque no quieren. Mientras nosotros nos jugamos la vida todos los días para que nos paguen muy poco, ellos viven como quieren. Y ten en cuenta que si ahora vivimos mal, si me pasa a mí algo nos quedamos en la calle. Alguien tiene que hacer algo, y si nuestros jefes no lo hacen, tenemos que hacer que el gobierno no mire para otro lado.

Y comenzaron las movilizaciones obreras. Y pasaron los días. Otto von Bismarck, el canciller, comenzaba a cansarse de tener a los obreros gritando bajo su ventana. Con esos gritos no podía hacer vida normal. Todo aquello le hizo reflexionar. Aquellos hombres tenían razón, no merecían esa suerte.

Llegado un día, el señor von Bismarck reaccionó. No sabemos realmente por qué. Quizá la situación de los obreros le conmovió. Quizá también le interesó tenerlos contentos y que se callaran de una vez. Al fin y al cabo, no estaba nada mal que toda aquella masa de gente quisiera ligar su suerte a la del Imperio.

El caso es que un día, en 1883, promulgó la Ley del Seguro de Enfermedad. A esta siguieron la Ley de Accidentes de Trabajo, en 1884 y la Ley del Seguro de Enfermedad, Jubilación y defunción, en 1889. Estas leyes establecieron los seguros de enfermedad (para la industria y el artesanado), seguro por accidente y seguro de vejez. Los seguros fueron financiados por los empresarios, los trabajadores y el Estado. Con aquellos seguros tanto los trabajadores como sus familias quedaban protegidos.

Esto es lo que se considera el germen de la actual Seguridad Social. Pero la historia continúa…hasta hoy…

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¡FELIZ NAVIDAD!